miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los devotos la llevan con fe.



A los fieles les gusta llevar colgadas del cuello, casi siempre, medallas con la imagen de la Virgen María. Son testimonio de fe, signo de veneración a la Santa Madre del Señor, expresiones de confianza en su protección maternal. La Iglesia bendice estos objetos de piedad mariana, recordando que «sirven para rememorar el amor de Dios y para aumentar la confianza en la Virgen María», pero les advierte de que no deben olvidar que la devoción a la Madre de Jesús exige sobre todo «un testimonio coherente de vida». Entre las medallas marianas destaca, por su extraordinaria difusión, la denominada Medalla Milagrosa.

Tuvo su origen en las apariciones de la Virgen María, en 1830, a una humilde novicia de las Hijas de la Caridad, la futura santa Catalina Labouré.

La medalla, acuñada conforme a las indicaciones de la Virgen a la Santa, ha sido llamada microcosmos mariano a causa de su rico simbolismo: recuerda el misterio de la Redención, el amor del Corazón de Cristo y del Corazón doloroso de Maria, la función mediadora de la Virgen, el misterio de la Iglesia, la relación entre la tierra y el cielo, entre la vida temporal y la vida eterna. Un nuevo impulso para la difusión de la Medalla Milagrosa vino de san Maximiliano María Kolbe y de los movimientos que inició o que se inspiraron en él. En 1917 adoptó la Medalla Milagrosacomo distintivo de la Pía Unión de la Milicia de la Inmaculada, fundada por él en Roma, cuando era un joven religioso de los Hermanos Menores Conventuales.

La Medalla Milagrosa, como el resto de las medallas de la Virgen y otros objetos de culto, no es un talismán ni debe conducir a una vana credulidad. La promesa de la Virgen, según la cual «los que la lleven recibirán grandes gracias», exige de los fieles una adhesión humilde y tenaz al mensaje cristiano, una oración perseverante y confiada, una conducta coherente.

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